martes, 21 de agosto de 2007

Periplo portugués (20/08) por Eduardo


El tiempo, como concepto, colapsó. No recuerdo cuándo dormí por última vez. Escribo este registro mientras Bea recorre, en íntimo coqueteo con la narcolepsia, el mínimo aeropuerto de Lisboa. Estamos varados en Portugal. Hace más de dos horas que debíamos estar en Venecia. Hace más de dos horas que, siguiendo el ejemplo de Sergio Pitol en el Arte de la fuga, debía quitarme los lentes en el vaporetto que nos llevaría a través del gran canal para, de esa manera, asistir al espectáculo colorista que representa una Venecia miope. Venecia, siendo consecuente con Goethe, aún sigue siendo una palabra, algo de lo que hemos oído escuchar. Venecia, para nosotros, todavía no existe.
Perdimos el vuelo directo que, a las 8:00 de la mañana, debíamos abordar en este portugódromo. La opción que consiguió la aerolínea, luego de hora y media de cola ante un taburete de reclamos, fue enviarnos a la Serenissima República a través de Roma. Volaríamos, según, a la capital italiana a las 2:00 de la tarde, allí debíamos esperar hasta las ocho y treinta de la noche cuando, finalmente, habríamos de tomar la última conexión. Esta opción, sin embargo, tiene mínimas posibilidades de realizarse. El vuelo a Roma, repentinamente, sufrió un nuevo retraso de dos horas. Este retardo implica la casi simultaneidad de las nociones de salida y llegada. Es poco probable que estos portugueses, verdaderamente, arranquen ese avión a las cuatro. Es poco probable que logremos aterrizar a tiempo en el aeropuerto romano y, más aún, correr, cual Macauleys Culkin tropicales, a través de los pasillos de una Terminal desconocida para ubicar la puerta de embarque que nos lleve a eso que los hombres de letras y algunos cineastas llaman Venecia.
El viaje ha sido una pesadilla. Para Beatriz un sueño. Durmió el 90% del vuelo desde Caracas. Yo, por supuesto, no he logrado pegar un ojo. En el avión pensé estupideces –las habituales, reflexioné sobre la impresionante serie de eventos, afortunados y desafortunados, que se han sucedido en los últimos meses.
Salir de Caracas fue una experiencia despreciable. Deseo con fervor, y admitiendo, incluso, una severa sentencia divina, que el grupo de seres humanos que integra ese circo denominado Guardia Nacional, sea, en su totalidad, rociado en gasolina para luego prenderles fuego con un yesquero Fortuna. En mi fantasía, tras minutos de agonía y sufrimiento real, jugaría con sus esperanzas bañándolos con tobos de agua helada. Posteriormente, con la piel colgando y el ardor desplazando todo tipo de pensamiento, les mostraría un espejo para que tratasen de hallar aquello que alguna vez fue un rostro. Finalmente, para saciar del todo mi desprecio, les lanzaría cucharadas, bien colmadas, de sal. Asumo, entonces, que el desprecio por el estamento militar venezolano, y por ese cuerpo en particular, estaría medianamente saciado. Nos hicieron abrir las maletas con argumentos baldíos, nos interrogaron de manera grosera, ante nosotros – y sin motivo alguno, humillaron a una muchacha de rasgos altiplanos cuya único gesto descriptible era el cansancio. El vuelo, por demás, se retrasó más de tres horas. Encontré en Maiquetía, por azar, a dos estudiantes del colegio que volaban a Madrid por Air Europa y, durante 20 minutos, nos mantuvimos entretenidos comentando sandeces. (Eduardo Balza y Alejandro González de la 81)
Un rasgo interesante de nuestra travesía fue la pintoresca compañía de una prostituta de oficio. Esto no es un eufemismo. Siguiendo el referente de la pésima película de Fernando León de Aranoa la bauticé “princesa”. Su indumentaria, sus modos, su perfume, su acento andaluz fingido, sus tacones, todo su ser proyectaba la imagen de una Madame Bovary venida a menos, de una dama de las camelias ecuatoriana, de una Anie Hall inculta, comentando, con intensidad, la profundidad de una pieza montada en el Teatro Chacaito protagonizada por Elluz Peraza. Estuvo tras nosotros toda la cola del retraso en Lisboa. Incautos y galanes de supermercados Victoria reían sus chistes y celebraban su vulgaridad. Hablaba con escándalo. Ostentaba, por demás, su pasaporte venezolano. Pensar que, en un contexto electoral, el voto de esa persona valdría lo mismo que el de Bea o el mío me hizo cuestionar, a fondo, los beneficios de la democracia.
En fin, seguimos varados en Lisboa. El aeropuerto es demasiado portugués. Los portugueses tienen una estética particular. Nos causó gracia que los inventores del cachito y el pastelito de queso sólo nos ofrecieran, saldando los retrasos y los conflictos con la aerolínea, un intrascendente sándwich de queso amarillo o, en su defecto, un embutido que llaman fiambre. Llamar fiambre, más allá de las peculiaridades de la lengua, al jamón, salchichón, lomo o cualquier otra delicia-pasapalo, lo considero un crimen de lesa gastronomía, un insulto al paladar y al oído, una ofensa al apetito.
Son las 3:15, se supone que, en una hora, deberíamos estar en el avión. Lo pongo en duda. Tere (mi madre), siempre me ha criticado esta costumbre de, en los avatares de la cotidianidad, esperar lo peor. No puedo evitarlo…
El año pasado, sin problemas, junto al gran Gallego, volé con estos portugueses a Munich. No hubo ningún problema. El retraso a Alemania fue mínimo. Esta peripecia, por el contrario, que en esencia describiría el inicio de una luna de miel se ha convertido en un sol quemante de Kindy (aquel despreciable concentrado de limón que desconozco si ha sobrevivido a la escases alimentaria). No he dormido nada. Venecia aún queda lejos. No sé si Byron, Goethe y Stendhal exageraron al describirla. Beatriz camina sobre sus propios pasos para no dormirse.
En el vuelo, antes de dormirse, expliqué, brevemente, nuestro recorrido a Bea. Será un mes y una semana de interés, pasión y largas caminatas: Venecia – Milán – Florencia – Nápoles – Sicilia (Taormina-Palermo) – Roma.
Si alguna vez llegamos a Venecia continuarán las crónicas de esta COMIDA CHINA.

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