sábado, 26 de abril de 2008

CONCIERTO DE FITO PÁEZ


El waltz for Marguie anunció fiebre. El concierto permitió hacer balance. La primera vez que vi a Fito Páez fue a través del televisor de mi casa. Él subía al escenario del Teresa Carreño, invitado por Carmen Victoria Pérez, a recoger un Premio Ronda en la categoría Mejor Artista Internacional. La canción del momento era Sólo los Chicos. Recuerdo, años después, el estreno en Sonoclips del video Sasha, Sissí y el círculo de baba. Fueron mis primeros tropiezos con el cantante de Rosario.
Cuando era más joven Ciudad de pobres corazones me parecía estridente. Carecía de sensibilidad apocalíptica y, por lo tanto, esa hermosa blasfemia en la que el artista grita: maldito sea tu amor, tu inmenso reino y tu ansiado dolor, me resultaba odiosa.
Fito Páez, en gran medida, es un artista de colegio: Hay pisadas que me recuerdan a Walter Lindo y, sobre todo, con tacto de Religion Song a Escarlata González. Yo, en aquel tiempo, ‘era un tipo triste y encantado’. Fueron los días de la primera versión de Mariposas. Me parecía un tema infantil, irreverente, me recordaba fanfarrias de Alegre Despertar al igual que muchos de los temas que integraban el "Circo Beat" a los que, por tener la cabeza en otros asuntos, no les di importancia.

El concierto abrió con el waltz for Marguie incluido en “Rodolfo” (2007), pieza preciosa, piano breve y solitario, clásico y romántico. 11 y 6 inició un recorrido por historias viejas, por tertulias altaneras en casa de la gorda, Patricia Méndez, y debates inútiles en clases de Historia de Venezuela sobre la conveniencia política que, a mediados de los noventa, representaba Rafael Caldera.
Mi amistad con Fito se funda, básicamente, en el descubrimiento tardío de “El amor después del amor”. Luego, en 1996, aproximadamente, se consolidó con “Euforia”. Cadáver exquisito, tema que no tocó, fue canción de madrugada y cuna. “El amor después del amor” apareció en mi casa. No lo compré, recuerdo que se lo robé a un primo. De catorce tracks de este trabajo, Fito interpretó diez. Un arreglo precioso de piano y guitarra trajo los restos de El muro de los lamentos. Un golpe bajo, entre tantos, apareció con Creo. Tema difícil, una de esas letras que se oyen y, por curiosas necedades humanas, se apropian. “Si fuera poeta escribiría algo como eso, sé de lo que está hablando; ayer, justamente, sentí y no supe apalabrar aquello”: son algunas de las reflexiones idiotas que surgen cuando escucho canciones como Creo. Creo formó parte de un disco variado que, en 2006, llevamos a Rumania. Montague la descubrió en medio de Los Cárpatos. Alguna vez, en historia reciente, recomendé la canción al joven aprendiz Rodrigo Michelangeli quien se iniciaba en el culto a Fito y, desde entonces, se ha convertido en pieza esencial de su i-pod.
Conmovió también la interpretación, a dúo con los Marlango, de Pétalo de sal. Más tarde, junto a una andaluza cuyo nombre no recuerdo, brindó un arreglo clásico de Un vestido y un amor.
Arrancó A rodar mi vida y Bea, haciendo gala de su mala memoria, había olvidado que esa canción, a finales de 2006, fue banda sonora de mi solicitud de matrimonio. El coro final, el condicional “si hice más liviano el peso de tu cruz”, más o menos, le hizo recordar que, efectivamente, la canción hablaba de nosotros.
Fito invitó al escenario a dos impresentables llamados Los Pereza. No los conocía, no los conozco. Su look juvenil y transgresor me resultó sospechoso, sin embargo, cuando lanzaron los primeros acordes de La rueda mágica mis prejuicios hicieron mutis. Creo que, alguna vez, le dije a Patricia Méndez que al escuchar esa canción me entraban ganas de recorrer el mundo. Eso lo decía cuando Río Chico o, quizás, Anaco representaban mis más plausibles horizontes. El sueño con el Liverpool bar ha variado con los años; el escenario cambia de manera rotunda al concebirlo desde geografías remotas: castellanas, eslavas, dacias o magiares. Mis amigos futboleros dicen que mi simpatía por el Liverpool responde, únicamente, a que su DT es Rafa Benítez y, a través de él, expreso cierta nostalgia valencianista. En ejercicio de ociosa honestidad podría decir que el Liverpool me gusta, sencillamente, por esta canción que escuchaba cuando tenía 18 años y arrastraba taras sobre la estructura de los sueños, la noción de amistad, un sobrevalorado – y sin duda trastornado- concepto del amor y la indecisión absoluta sobre qué hacer con y en el tiempo.
Sorprendió Dos días en la vida, no la esperaba, hizo el tránsito idéntico al del CD noventero: Luego del Amor después del amor contó la simpática historia de Thelma y Louise. Rescató Giros, acompañado en la guitarra de Ariel Rot. Esperaba, en trance de infarto, la emergencia de Ambar violeta pero no apareció. No tocó temas de sus incomprendidos trabajos “Naturaleza sangre” ni “Rey sol”. De “El mundo cabe en una canción” sólo salvó Eso que llevas ahí. Esperaba escuchar, sin mucho entusiasmo, Te aliviará o mi canción mala favorita Rollinga o Miranda Girl. “El mundo cabe…” es uno de esos trabajos incomprendidos, esos que censura la afición y que requieren jornadas extensivas de análisis y reflexivas borracheras.
Una de las cosas que aprecio de Fito, como en otros pocos que ahora no nombraré, es su noción del cambio, la asimilación de los años. Al aficionado convencional le molesta que el artista madure, que cambie la blasfemia por el canto jovial y festivo que no apela a versos trascendentes sino que, sobre la rutina, se inventa líricas sencillas, poco ambiciosas. “El mundo cabe…” es, a mi juicio, un homenaje al Bob Dylan más superficial, a las canciones sonsas, a las letras que se tararean y no se piensan. El contraste “Naturaleza sangre” – “El mundo cabe…” creo que es suficientemente ilustrativo. Es agradable escuchar, en la misma voz aguda y ricamente desafinada, a dos personas diferentes, a un espejo que refleja dos días en la vida: el día bueno en el que provoca silbar Sargeant maravilla y el día terrible, en el que arde la cabeza y el sentido del mundo colapsa, en el que apetecen 139 lexatins y afirmaciones como “Un hombre se hace fuerte cuando se decepciona” parecen tener un sentido de realidad incuestionable.
Fito Páez presentó a Madame Madrid; los técnicos colocaron un banco y apareció Joaquín Sabina. ¡Maldita sea! ¡Este es, verdaderamente, un momento!, me dije. Fito interpretó Contigo, tema original de Joaquín que, en parte, capta su tormentosa relación. Luego vino la convencional Llueve sobre mojado y recordé tardes que se traspapelaron con otras tardes, con pasillos de la UCV y romances de ocasión. Esa canción fue soundtrack, a finales de los años noventa, de una larga relación con una mujer mayor.
En “Rodolfo” hay una pieza llamada El cuarto de al lado. Es una canción reciente, de nuevo cuño. La interpretó con entusiasmo y prólogo: Uno se hace viejo, dijo. Aparecen los hijos. Anunció en su prefacio reflexiones simples sobre la naturaleza de la casa. “Me gusta que mis hijos duerman en el cuarto de al lado. A esa situación le escribí esta canción”. El tipo que deleitó mi adolescencia con Sólo los chicos y que con Cacería -que tampoco cantó-, habló de zares, serpientes en Lisboa y eunucos de Alá, asimilaba su condición adulta y, con palabras sencillas, narraba la complicada situación del matrimonio. A pesar de que tengo el disco desde hace un par de meses y que, en labores domésticas como el aspirado y el fregado, suelo colocar como contorno, no había reparado en la letra. Canción de afectos tácitos, de discusiones cotidianas e insultos afables, de hoy no te soporto pero te necesito, de quédate o desaparece, de hoy yo cocino y tú planchas, de mañana almorzaré fuera, de ‘estamos gastando demasiado’, de veamos una película, o de, algún día, podremos disfrutar de una biblioteca más amplia. Canción que envejecerá bien. Diciendo, justamente, esa sentencia: “la siguiente es una de esas canciones que ha envejecido bien” presentó Tumbas de la Gloria.
El cierre del concierto estuvo ungido en melancolía: Y dale alegría a mi corazón me trajo retazos del Colegio La Concordia. Luego soltó El cable a tierra y ese tema sí que estimuló mi quiste de retención nasal, mi colón espasmódico y, seguramente, dio lugar a un principio de úlcera. ¡Basta, basta! Citaba Nietzche en un aforismo que, con Cobbe, plagiamos a placer en varios números de Éxigo. ¡Fito, termina con esto, es demasiado. ¡Da las gracias y lárgate! No tuvo mejor idea que invitar al escenario a Pablo Milanés. No le hace bien a los hombres de temperamento melancólico ver en un mismo escenario a Fito Páez y a Pablo Milanés, mucho menos interpretando Yo vengo a ofrecer mi corazón. Seis minutos plenos: A mí manera, Yo no te pido y Allí –mis favoritas de Pablo- se fundieron en una sola letra.

Volvemos al cabaret de Rosario, dijo. Se sentó al piano e interpretó acordes extraños, luego de un intro breve cantó: Me gusta estar al lado del camino, fumando el humo mientras todo pasa… En ocasiones, cambió la letra: "The Beatles, caña Legui, Charly García…" Para entonces ya me encontraba estéticamente baleado, con el entusiasmo roto y el páncreas sobre excitado. “El tiempo a mí me puso muchos años”… agregó. Al lado… siempre fue una experiencia musical extraordinaria. Fue el disco de Vancouver, de los tres meses en el oeste canadiense allá por los días del cambio de siglo. Aprendí “Abre” de memoria. Recuerdo que, escuchando Al lado…, recibí desde Caracas la noticia de un amargo fallecimiento. Desde entonces el verso “la brisa de la muerte enamorada” me trae el olor aséptico de las funerarias, me trae fotos de niños viejos, de carajitos felices que sonríen a la cámara y que, se supone –por lo que dicen los viejos-, que éramos nosotros.
El cierre vino con Dar es Dar y, por supuesto, Mariposas. Varios versos me llevaron a mi casa, no a la Plaza Castilla, a Santa Mónica. “Cuando me fui, no me alejé” me decía el argentino, de tú a tú, en medio de una multitud entusiasta. “Llevo un destino errante, llevo tus marcas en mi piel”… Unamuno en su Sentimiento trágico cita a un pensador alemán llamado Oberman: “¿Quién soy yo? Para el universo nada, para mí todo”. Recordé el aforismo al personalizar la letra, al acordarme de Tere cocinando arroz mientras José se iba los domingos al hipódromo. Fito diría que ‘levantaba sus principios de sutil emperador’ aunque, con palabras distintas, se refiere más o menos a lo mismo.
Bonus track: Desarma y sangra, homenaje a Charly. Precioso tema. Tumulto, salida, andanza a la estación del metro. Sé que la noche disfrutó de La rumba del piano,Polaroid de locura..., Brillante sobre el Mic y Circo Beat. Quedaron pendientes Parte del aire, Tus regalos, Tu sonrisa inolvidable, Cacería, La despedida y, entre tantas, Cadáver exquisito pero ‘Che’, le dijo a una fan entusiasta, ‘qué más quisiera yo que cantarlas todas, pero no puedo’.
Por lo general, odio los conciertos. No soporto a las multitudes eufóricas. Grupos de gentes haciendo el ejercicio del aplauso y el griterío me producen fallas respiratorias. Sólo al final, en el barullo del bis, sentí algo de vértigo por la desbandada, por los rostros felices y las fanfarrias. Me aturde la alegría colectiva, sin embargo, logré moderar mi intolerancia y disfrutar del momento. Cuando el argentino se sentó en el piano y dijo “tu tiempo es un vidrio, tu amor un fakir” logré abstraerme y olvidar mi inevitable participación en la masa.
Buena noche en Madrid. Luego, madrugada de vinos con Martín y Steph, compañeros del MEEL. Tertulia musical de Sabina y Marlango.

miércoles, 5 de diciembre de 2007

LECHUGAS CON POLLO por Eduardo

HISTORIAS DE LOS RODRÍGUEZ:


“… Es cierto. Fuenlabrada, muchas gracias… Buenas noches. Somos Los Rodríguez ese es Ariel en guitarra, Ariel Roth. Con Daniel Zamora, el segoviano, Daniel en bajo. Germán Vilela en la batería… Germán… Julian Infante, un pedazo grande de la historia del rock en España, Julian Infante en guitarra. Buenas noches, Madrid, somos Los Rodríguez ya estamos tocando, gracias”.
Andrés Calamaro, Los Rodríguez. Versión en vivo de Me estás atrapando otra vez. TRACK 8. Hasta Luego.

La semana pasada, el jueves 29 de noviembre, murió Daniel Zamora, el segoviano. El cáncer, con su habitual insolencia, lo humilló. Impaciente, anticipándose a la derrota, el bajista de Los Rodríguez prefirió quitarse la vida.
El cuatro de diciembre de 2000, a los 43 años, murió Julian Infante. El pedazo grande de la historia de la historia del rock en España sucumbió ante aquel eufemismo que, en la prensa latinoamericana, aún suelen reseñar como una enfermedad penosa.
Hace diez años, aproximadamente, tuvo lugar la separación de Los Rodríguez. Hasta luego fue el cierre de una experiencia musical espléndida.
Los Rodríguez evocan, claramente, el muro del módulo 6 de la Universidad Católica Andrés Bello, aquella construcción amorfa y funcional que separa el estacionamiento de las oficinas de facultad. Los Rodríguez, entonces, escribieron varios episodios.
Andrés Trujillo, por ejemplo, pintoresco profesor de historia, fue asimilado a la letra de Engánchate conmigo en más de una tertulia curda u orgía civilizada. “Es el fin de semana largo y dan algo bueno por T.V, y la casa va parecer grande si tu no vienes qué voy a hacer… voy a sacar a pasear mi dolor, como un tonto”. Esto, entre otras grandes piezas, se cantó mil veces a garganta batiente en la carretera regional del centro con las melenas invencibles, -valencianas, criollas y alemanas-, barridas por la brisa en el reducido y familiar espacio de un Fiat Uno azul al que no le funcionaba el aire acondicionado.

El soundtrack de Éxigo, en sus primeros números, fue Sin documentos. “Quiero ser el único que te muerda la boca” fue el verso fundacional de aquella relación incomprendida y exclusiva que logramos formar con Laura Montanari. “Enlace anímico y respaldo psicológico” era, según créditos exigales, la función de la simpática muchachita valenciana. Laura escribió, por la fuerza, dos o tres cosas para Éxigo: una medianamente buena y dos inservibles. Sin embargo, el engranaje exigal dependía, absolutamente, de su gracia inútil.
Era, también, la época de La Milonga del marinero y el capitán. No había fiesta en Santa Mónica, Montalbán o Valle Arriba que Montague Cobbe y yo no termináramos cantando la triste historia de este par de miserables a los oídos de la amante de turno.
A los ojos, Mi enfermedad y Mucho mejor, -más tarde vulgarizada por la cerveza Brahma-, sonaron con efusión en la finca de Yélica Reyes. Incluso en Munich el año pasado atravesamos la ciudad, algo borrachos, citando versos entre Palabras más o menos que, en gran medida, dirigieron nuestra extraña peripecia por Europa del Este.



Montague conduce por los Cárpatos. Eduardo, copiloto, descifra los mapas. El gallego, Adolfo, duerme y la Cabroncita, Laura Montanari, mira por la ventana. Banda sonora: Los Rodríguez.

Cuando te has ido, uno de los peores temas de la banda, fue la canción del verano en nuestra road-movie rumana. “No me esperes una eternidad” gritaba Andrés Calamaro por las desoladas carreteras de Transilvania. Bucarest, por su parte, a golpe de seis de la mañana, con un taxi –destino aeropuerto-, esperando en la penumbra, nos obligó a despedirnos de la Cabri en una mazmorra del bulevar Dul-Uniri. El episodio dio pie a que, meses más tarde, desempolváramos La mirada del adiós que, hasta la fecha, se ha hecho una melodía esencial de antologías para I-pods, Media Player, CD’s quemados y verbenas.



Laura, Montague, Eduardo y Adolfo en un bar de Brazov, Transilvania.

El pasado 17 de agosto, con Adolfo Calero como único Rodríguez presente, Bea y yo inauguramos nuestra película matrimonial con el baile, en tiempo de vals, de La parte de adelante creación individual de Andrés Calamaro que, en nuestra historia personal, asimilamos a todo lo que significó Los Rodríguez. Inútilmente, previo acuerdo con la orquesta, la fiesta en La Esmeralda cerró con Me estás atrapando otra vez a las cinco de la mañana. El tema, desconocido para la mayor parte del público presente, me lo tripeé yo solo: Montague, sin pasaporte venezolano y sin dinero, estaba en Londres; la Cabroncita, desarraigada y, por supuesto, sin dinero estaba en Barcelona; Adolfo haría, más o menos, quince minutos que se había ido para su casa y Bea, en un arrebato de curdo-narcolepsia, dormía la pea –según ella mala digestión-, en el vestíbulo del baño rodeada de doñas y amigas que la invitaban a recuperarse tomando menjurjes, frescolita con sal o tomate con leche.
Con la muerte de Daniel Zamora, el segoviano, sólo quedan tres Rodríguez (Andrés, Ariel y Germán). La trayectoria de Andrés Calamaro, desde la ruptura, ha sido notable. Muchas de sus canciones se han incorporado, en esa simbiosis peculiar que en la escuela de Letras de la UCV llamarían Música-vida, a nuestro repertorio. Ariel Roth ha hecho cosas que no entiendo. No puedo condenarlo por aprecio. Decirle a un amigo "la estás cagando" o, quizás, "te están montando cachos" siempre es complicado.
Todos los Éxigos nos fuimos de Venezuela. La dispersión nos impide celebrar el sepelio. Por treinta o cincuenta mil bolívares, sin embargo, me atrevería a contratar, vía Internet, a algún estudiante entusiasta con el fin de diseñar un epitafio. En el muro del Módulo 6, con tipex, valdría la pena escribir en honor a Daniel Zamora, el segoviano; a Julian Infante y, en ejercicio libre de nuestro narcisismo, a nosotros mismos, la intrascendente, simple y rotunda expresión de Buena Suerte: “Dicen los toreros.”



Andrés Calamaro, Ariel Roth, German Vilela y Daniel Zamora, el segoviano en un lugar muy parecido al muro del Módulo 6.

jueves, 29 de noviembre de 2007

AGRIDULCE DE CERDO por Eduardo

LA CURIOSA ESTÉTICA DEL JAMÓN



La palabra jamón, en el entorno criollo, tiene referentes lascivos. La palabra jamón, en Venezuela, no es una palabra culta. Difícilmente, este vocablo trascienda la esfera de la cotidianidad: “Pana, dame, por favor, un cachito de jamón”, se cita con frecuencia en las panaderías; o, quizás, las amas de casa dicen a los portugueses: “Antonio, Joao, Jose –o cualquier otro caso, dame medio kilo de jamón y dos de queso paisa”; también es habitual escucharla en fuentes de soda o comederos: “Menú 1. Jugo de naranja, café y huevos revueltos con jamón”.
El jamoneo, por otro lado, es una expresión vulgar: los amantes, reflexivamente, se jamonean. A saber, se tocan, se palpan, se 'meten mano'. Curiosamente, se ha establecido un vínculo entre el popular alimento y la interacción desaforada de los cuerpos. Infiero, desde una perspectiva culturalista, que esta relación se funda en el olor que despide el jamón cuando, olvidado, pasa más de dos semanas en la nevera. El jamón, en este contexto, forma una película viscosa que, efectivamente, puede parangonarse al ejercicio glandular y salival con el que los amantes se entregan en desbandada.
Expreso estas consideraciones ante el uso y el abuso que los españoles hacen de la palabra jamón. En Madrid, el jamón ha salido de la esfera privada y, libremente, se instala en la vida pública. Muchos restaurantes, locales nocturnos y charcuterías se apropian el término ‘jamón’ con una finalidad comercial e, incluso, estética. No imagino, en la principal de Las Mercedes o en Altamira un local llamado The Hams house o Hams palace. Ni siquiera las areperas se arriesgan, en sus pintorescos nombres, a valerse del vocablo. Es inconcebible, por ejemplo, imaginar en una esquina de Chacao a La reina del jamón.
Es habitual, al caminar por Madrid encontrar El museo del jamón; la jamonería, la casa del jamón; más jamón; Don Jamón; jamón, jamón, jamón; el rincón del jamón; la casa del jamón; el palacio del jamón, etc. La gente joven, en los autobuses, incluso comenta: Vamos a la jamonería y, efectivamente, las llamadas jamonerías están repletas de muchachos que toman cerveza y comen butifarras.
El licenciado gallego Adolfo Calero, en una oportunidad, me explicó que la importancia del jamón en España se remonta a los tiempos de la Reconquista. El jamón, a su juicio, era sinónimo de cristiandad. Hay una sólida relación entre el jamón y la Iglesia Católica, dice el intelectual montalbano. El chorizo, la chistorra y el jamón, colgados en la ventana de una casa fueron un sustituto del crucifijo. Los infieles, en su desdén por las carnes y embutidos, eran fácilmente reconocibles. El jamón, en este sentido, ha formado parte de un discurso tradicional y, claramente, ibérico.
Valdría preguntarse, y sin duda podría ser un tema de tesis, el por qué para los venezolanos el jamón representa un vocablo soez. En general, los venezolanos han desarrollado un profundo desdén estético hacia las palabras que designan embutidos. Salchichón, chorizo, morcilla y chinchurria, entre otras, son palabras vinculadas a un discurso de juerga. ¿Y qué decir de la vilipendiada mortadela?
Hay, en este contexto, un notable campo de estudio para antropólogos, lingüistas, historiadores de la cultura y, sobre todo, como es mi caso particular, ociosos y habladores de paja.

domingo, 18 de noviembre de 2007

RECUERDOS DE ANACO por Eduardo

A los Bastardo

El guayabo, expresión coloquial afín a la melancolía, se fija en Anaco. Es habitual, en el exilio voluntario, tropezar con amistades circunstanciales que evocan un pasado, supuestamente común, con dejos de saudade y terrible nostalgia. Los entusiastas de oficio preguntan impertinencias. Caracas, la verdad, no es objeto de añoranza. Su lejanía, por el contrario, tiene carácter analgésico y, a ratos, balsámico. El recuerdo, ligado a la capital, suelta nombres, espacios propios y momentos personales indiferentes a lo urbano. Extraño personas y lugares concretos. A la ciudad como tal, le decía en estos días al Gentleman, no la echo de menos. La ausencia del Ávila me da lo mismo.
Anaco, sin embargo, aparece. El insomnio, tara adolescente que no he logrado superar, atraviesa veredas empolvadas paralelas a la avenida Zulia. La carretera de Oriente, llena de caseríos y peajes abandonados, se cuela en el otoño madrileño mostrando, intermitentemente, los desaparecidos campos de Corpoven. En Anaco no hay nada, diría con razón todo caraqueño medianamente sensato. La gente no va a Anaco, la gente se va de Anaco, podría citar, incluso, José Heriberto Bastardo, primo, amigo y anaqueño de pura cepa. Poco podría rescatar del Anaco físico, de ese pueblo oriental que es igual a todos los pueblos orientales. Anaco es una especie de Cabré sin Ávila, un llano cercado por tuberías de gas, una avenida ancha que, sin anuncio previo, se vuelve carretera.

SONIDOS E IMPRESIONES DE ANACO

La cochina se estrella contra la madera. Un jugador –preferiblemente derrotado, sentado sobre la cava, ha de levantarse para servir la ronda. Insultos, ofensas amistosas e invectivas originalísimas se escuchan en la mesa de truco. Chayo, en medio del escándalo, da volumen al televisor para disfrutar de la ‘comedia’ –nominación ésta que las abuelas asignaban a las telenovelas. Carites, coro-coros y pulpos cumaneses se cuecen entre las manos de Güicho. El olor del asopado pasa, constante y sin furia, entre las ventisqueras artificiales del aire acondicionado. En Anaco, dentro de la casa, hacía mucho frío.
Es el Anaco de los campos petroleros, el Anaco de Corpoven, el Anaco viejo. Vivían los Bastardo en el llamado campo médico. En aquella plaza hicimos infancia. No hay Paracotos, Club Táchira o Bimbolandia que logre, si quiera, aproximarse a aquel Anaco. La familia, entonces, daba para montar dos equipos de béisbol. Aquellas caimaneras se jugaban con pelotas de tirro, con bates de aluminio magullado. Jugábamos detrás de la casa en el terreno montuno que bordaba las residencias asignadas a las familias Urbano y Bastardo. La entrada principal, por acuerdo común, era la puerta trasera. Postes azules, cruzados, formaban bajo una plancha de zinc el vestíbulo y el estacionamiento.
La bicicleta, en la memoria, nace en oriente. Aprendí a montar bicicleta en algún patio de Lecherías, en el antiguo Poblado. José, mi padre, participó en la remoción de las ‘rueditas’; otros personajes, hoy traspapelados de lo ‘nuestro’, como Braulio Pérez y un tal Rafaelito –ya olvidado por muchos, pusieron en práctica exitosas pedagogías del pedaleo y el equilibrio. Anaco, reitero, eran días de bicicleta. El concepto Melrose Place, impuesto por la petrolera, nos permitía recorrer los distintos campos (norte, sur o rojo) sin temor a camioneteros velocistas o salteadores de camino. ¡Una pica!, era la habitual expresión de vuelta, un enorme policía acostado que delimitaba la casa de los Bastardo era el punto de llegada. Era un muro alto, abrupto. Aún conservo cicatrices de los golpes que llevé al perder el control de la bici tras pasar aquel promontorio. Había una mata al fondo, no sé si de mango, que, por lo general, me atajaba.
No sólo gozamos en Anaco de los juegos del campo; nuestra infancia – al menos la mía y la de Félix, fue cruel; disfrutábamos acosar y torturar animales. Muchas lagartijas, conocidas en el pueblo como ‘matos’, fueron atravesadas por balines de flower. En ocasiones, sobre la reja que separaba la casa del complejo deportivo, se posaban pájaros de colores oscuros y cantos parecidos, sólo se diferenciaban por los pelajes y la forma del pico. No hay, por fortuna, aves muertas en mi conciencia. Disparé, es verdad, pero nunca les di. Mi puntería, como la mayoría de mis habilidades deportivas, era –y sigue siendo, lamentable.
Al caer la tarde, luego de la ducha obligada, paseábamos del Betamax al computador Apex de cuatro colores y disco flexible. En Anaco había tres películas: Travesuras de un lobo quinceañero, Novia se alquila y Me enamoré de un maniquí. En Anaco, por primera vez, escuché la expresión ¡Qué raya!, que meses más tarde pasaría a ser muletilla de moda. La dijo Mati Urbano, espigada amiga de mi prima Norma, como reacción espontánea al desenlace pangolo de Novia se alquila. Esta película, por cierto, era protagonizada por un actor insípido que, recientemente, fue resucitado en la serie Grays Anatomy. En la Apex teníamos varias aficiones: Styx, Digger, juegos de invierno, juegos de verano, Platton y Thexder. ¡Vamos a jugar Thexder, que es fino! Sería una expresión jocosa que, entre otras, nos apropiamos con malicia para burlarnos de Puli.

CITIZEN PULI

Puli: (Ver. Bastardo, Luis Paul.
Bastardo, Luis Paul: (m, macho.): 1. Dícese del oriental festivo. 2. Personaje alegre, facineroso, bonachón, vulgar, leal, ordinario, consecuente, cursi, ‘mojonero’, noble, filósofo del desecho y, finalmente, poeta. 3. Compadre, primo y amigo.

Este personaje es esencial para comprender aquel Anaco imberbe. De Puli aprendimos groserías novedosas, referentes lascivos impresionantes, asociaciones ofensivas de una originalidad encomiable. A Puli, además, le sucedían cosas que nuestros padres, didácticamente, usaban como ejemplo para tratar de amedrentarnos. Tienen que bañarse todos los días, no les vaya a pasar lo que le pasó a Puli. Félix y yo, entonces, testigos de primera línea de los efectos del barro seco y las bacterias, con sumo disgusto, aprendimos la eventual necesidad de la ducha.
Con Puli tomamos nuestras primeras cervezas, nuestros primeros whiskys, gracias a Puli pude ver, en Anaco, mi primera película porno, era Behind 4 o 5, - aquel porno ochentero, de estética colorista y alegre que, entre nuevas transgresiones, ha desaparecido. Puli, sin embargo, más allá de su incuestionable vocación de juerga siempre fue un personaje noble. Félix y yo recordamos, ocasionalmente, su llanto espontáneo mientras miraba comerciales de compota. Puli, creo, fue el único de nosotros que desde su adolescencia tuvo clara la vocación hogareña. Puli siempre quiso casarse y tener un hijo, lo demás podía ser accesorio. Hoy, en 2007, Puli está casado y tiene un hijo. Vive en un Anaco que, sospecho, no quiere abandonar y la vida, por fortuna, le trata con deferencia.
Parte del discurso Puli, de la filosofía pulisiana, de la propuesta epistemológica anaqueña, de los debates ontológicos Bastardo-Chaparro, se cimentaron, siempre, sobre un imprescindible elemento: la mierda. A lo largo de la década de los 90, muchos recordarán, hablar de Puli era hablar de mierda. Mis compañeros de la UCV de la Escuela de Filosofía, quienes tuvieron la oportunidad de conocerle, le llamaban el fenomenólogo de la mierda. Fue a partir de este discurso en el que, verdaderamente, Puli mostró su genialidad. Capacidad de observación, precisión escatológica, purismo fisiológico, capacidad descriptiva y otros elementos de análisis hicieron de Puli un notable cronista de la más vilipendiada de las necesidades humanas. De lo particular a lo general, del lugar común a lo inaudito, de lo simple a lo complejo, Puli siempre supo percibir la esencia del excremento. La poceta, y su mecanismo sonoroso, fue también un elemento de reflexión. Exponer los cuentos completos de Puli requeriría varios tomos, introducciones y corolarios. Puli, por demás, acostumbraba cambiar los finales o mudar elementos narrativos en cada exposición. Esto hace que, probablemente, distintas personas conserven en su memoria variadas historias que, en última instancia, son la misma.
La cagada líquida, por ejemplo, es una de las fascinantes construcciones del pensador oriental que podría dar una idea aproximada de su ingenio. Cagué líquido, dijo Puli en una oportunidad, en medio de una reunión caraqueña en la que había muchas personas ajenas a la realidad oriental. Silencio, por supuesto, fue la primera reacción. Puli, sin embargo, reiteró: cagué líquido. Risas entrecortadas, Félix, rompiendo el hielo, le increpaba por acuerdo: ¿y qué, guevón, tenías diarrea? No, responde el otro. Era evidente que, con ansiedad, esperaba la réplica. Cagué líquido como en el basket. El silencio, nuevamente, entre miradas incrédulas y curiosas, responde a la afirmación del filósofo. Y ahí, con el inimitable acento oriental –veloz, atropellado y cantarín, explica: Mira, ve, en el basket, cuando la pelota pasa a través del aro pero no toca sus bordes hablamos de cesta líquida. El punto líquido, diría Pepe Delgado o cualquier otro narrador, es aquel que se logra cuando se cumple esa condición, es decir: la pelota pasa pero no toca el aro. En ese sentido, decía Puli: Tuve una cagada líquida. Sé que cagué, de eso no me cabe duda, sudé, leí la publicidad de Pandora, me sentía livianito y, por demás, hermosa, al fondo, asomando la cabeza, estaba la evidencia, sin embargo, cuando pasé el papel tenía ese culo limpiecito. La mierda, explica Puli ante la expresión absorta de la mayoría, no tocó las paredes del culo. No me ensucié. Fue una cagada líquida.
El excremento permitió a Puli construir distintos discursos. Recordamos estas historias en son de burla y cariño. El Puli actual sería incapaz de describir, con la pureza detallista de antaño, un episodio mórbido de heces y orinas. Puli reflexionó sobre la ubicación estratégica de los tubos para poner la toalla frente a la poceta; el carácter efímero del papel toilette, el aire voluble de las flatulencias, sobre aquello que él describía como mojónes ‘guayaberos’; planteó inquietudes que, incluso, para el más purista, representarían sendos conflictos. Dudas fisiológico-existenciales como: ¿Tú agarras aire y cagas de corrido o pujas-lo picas, pujas-lo picas, pujas-lo picas, pujas-lo picas…? O aquella, irresoluble, ¿Cuándo cagas, meas? Entre otras: ¿Tú votas el papel boca abajo o boca arriba? ¿Al bajar la poceta lo despides o eres de los que te das la espalda? Este, en parte, era el Puli noventero. Así, con la gracia dicharachera, hizo novias, protagonizó fiestas y nos motivaba a esperar, con ansias, las vacaciones de julio para pasarnos, al menos, un par de semanas en Anaco.


Angela, José H, Félix, Eduardo, (Novio y novia: Puli y Georgina)

HISTORIAS Y PERSONAJES

Anaco es una ciudad, no es un pueblo, dicen muchos orientales ofendidos ante la petulancia caraqueña. Diría, sin embargo, a pesar de este progresismo oriental, que el encanto anaqueño se funda, justamente, en su condición de provincia. Mi amigo y tío Güicho, por ejemplo, es el ginecólogo de Anaco. Tal privilegio sería imposible de lograrse en una ciudad mayor. El doctor Bastardo es Anaco, el doctor Bastardo es el Grupo Médico Oriente. Una tertulia con Güicho es, sin duda, un fuerte motivo de nostalgia. Añoro un Cómo está, mijo querido, pronunciado en fracciones de segundo, sólo comprensible para aquellos que le conocemos de años, es una sentencia de bienvenida que, habitualmente, disfrutábamos en vacaciones. Güicho, didácticamente, nos llevaba a la cocina y nos decía: en la nevera hay jamón, queso, leche, pollo, carne, cerveza, atún, ustedes tomen lo que quieran, están en su casa. Luego, ya mudados del campo médico –en otra casa cuya dirección no recuerdo, nos llevaba hasta el bar y nos decía: aquí tienen whisky, ron, vodka, ginebra, tomen lo que quieran. Vale decir que, a despecho de Chayo, cumplimos con su palabra.
Chayo es la abuela. Chayo, en cierta forma, se ha vuelto Celia, Vicente, Marta. Chayo forma parte de una generación que, por leyes ineluctables del tiempo, ha desaparecido. Con Paúl A., el hijo de Puli, Chayo ya es bisabuela. El contraste Chayo - Celia era una juntura fascinante en aquellos días de verano. Eduardito, decía, - el acento de Chayo es único, trasciende la orientalidad, deja de estar hablando mal de Luis Paul. Replicaba con frecuencia. Mira, Eduardito, ven acá, deja de estar insultando a Luis Paul cuando lo ves por la calle. Este insulto, vale acotar, es la manera cariñosa que profesamos al reconocernos. Gritar un Puli coño e’ tu madre o un Eduardo, coñísimo e’tu madre o Félix, mamaguev’a’ al, casualmente, encontrarnos posee significados afectivos tremendos; sólo la complicidad y un ejercicio honesto del concepto ‘familia’ permitirían comprender el contenido de estas invectivas. Chayo, sin embargo, defensora leal del siempre vilipendiado y calumniado Luis Paul, no veía con buenos ojos el que de manera festiva nos mentáramos la madre.
Chayo se hace querer con la originalidad de su temperamento. Tiene un carácter fuerte y, al mismo tiempo, frágil. La novela –o comedia, es un ritual que, necesariamente, en Anaco o Caracas, debe respetarse. Aún en aquellas orgiásticas e impresentables rumbas de cumpleaños que mi primo José Heriberto montaba en el mínimo departamento de Santa Mónica, entre el bullicio, entre los amantes circunstanciales, entre los charcos de caña, Chayo se sentaba a ver la novela. A veces surgían conflictos irresolubles ya que Celia, mi abuela, siempre fue leal a los teledramas de Radio Caracas Televisión y Rosario, por su parte, era fiel a las historias románticas de Venevisión, mexicanas o locales.

Bea, Chayo, Eduardo y Norma

El quesillo de Chayo es una delicia insuperable. Su afición a los diminutivos y apocopados establece, también, una marca ineludible de su personalidad: Joseíto, S(G)olan, Celita, Eduardito, Normita, Vallita, así, irreductiblemente, hasta completar ese árbol genealógico difuso que es la familia Sánchez.

ENCUENTRO Y DISPERSIÓN

La familia, es curioso, se construyó en gran medida en aquel campo petrolero. En la casa Bastardo Villavicencio el apellido Sánchez, ajeno al Oriente, cuajó y dio forma a nuestra generación. Las generaciones, unas sobre las otras, se montan, se sostienen y se diluyen. En ausencia de Celia, estimo, el bloque de hermanos Sánchez – Villavicencio – Bastardo – Pacheco, incluso, Vera – creó un bloque estable. Ellos están ahí, alguno se pierde por semanas, pero, inevitablemente, vuelve. Se juntan, beben y recuerdan. Los mismos chistes de siempre provocan novedosas carcajadas. El pasado es un tema común. Es ameno observarlos. De manera afectiva, sin escándalos, con algún eventual episodio novelado, recuerdan y exponen lo que han hecho con sus vidas. Nosotros los menores, más dispersos, aún tratamos de descifrar qué demonios vamos a hacer con las nuestras. Parte de esa solidez que posee la casa, creo, se construyó en Anaco, en las navidades o en los agostos de Anaco. Cada uno, a su manera, tiene algo que ver con Anaco: El gentleman vomitó en Anaco al lado de un carrito de perrocalientes que se ha convertido en un punto turístico, Francisco Enrique volteó su primera camioneta en Anaco (luego vendrían muchas), Puli perdió, en manos de un uruguayo, su primera mesa internacional de truco en Anaco, -aún debe estar la marca de tiza realizada por el sureño; Cesar fue a su primer burdel en Anaco, Félix vio su primera banda de rodamiento habilitada como muro en las carreteras de Anaco. En el club Los Chaguaramos de Anaco, por primera y única vez, jugué golf.
Ya no sé si esta historia es susceptible de blog, de correo electrónico o, quizás, de papelera de reciclaje. Con un frío de dos grados, de repente, sentí nostalgia de Anaco, de los nombres y los momentos que derivan del pueblo. Falta hablar de mi tía Norma, de Normita, de Pedrito (sólo ahora caigo en cuenta de la esencialidad de los diminutivos en la provincia), de Evelio, Cococho, Calalo; del Club Los Chaguaramos, la 4X24, la Sevillana y todas esas discotecas malas a las que, en plena adolescencia, Puli iba con chaqueta y cargado de perfume mientras que nosotros (Félix y yo) asistíamos con ropa de segunda, con piezas rotas que al volver a Caracas, sin duda, regalaríamos.
Más allá de la imposibilidad espacial no sé si sería posible regresar a ese Anaco. Hoy, por una parte, tendríamos que arrejuntarnos en el Hotel Alce, ese apartamento surrealista diseñado por José y Ángela en su primer semestre de arquitectura. Hay, sin duda, nuevos actores, nuevas voces: Georgina, Bea, Gaby, Patricia (la novia de César); Ángela, desde hace mucho tiempo, es parte esencial del reparto. Surgen, también, las voces de Paul y Ángel. Ninguno de ellos, casualmente, lleva, ni de primero ni de segundo, el apellido Sánchez. Los viejos, seguramente, disfrutarían en su tertulia. Es probable que, incluso, Nelson y Félix Antonio asistan a la velada. La dispersión, intuyo, estaría entre los nuestros, los treinta y veinteañeros, supuestamente jóvenes. Cada uno en su mundo, cada uno en su Madrid, en su Costa Rica, en su Orlando, en su Miami. Pocos podríamos asistir, de hacerse ahora la convocatoria, a una Navidad en Anaco.
Mi hermana, a su manera, siempre ha sugerido que mi memoria será mi perdición y Tere, aún, se sorprende de las inutilidades que, con frecuencia, recuerdo. La historia que aparece ahora se remonta, efectivamente, a una Navidad en el campo médico. Hicimos un intercambio de regalos. Creo, no estoy seguro, que a José, mi padre, en la burda y fascinante tradición de las imitaciones, le tocó dar un regalo a Lastenia. Tomó del piso al Quequé, quién entonces tendría no sé cuantos pocos años (y a quien en esa jornada le obsequiaron un Nino conejo), y simuló sacarle los gases. Francisco Enrique se guindó un bolso al hombro y adoptó una expresión de intensidad, caminó con un ‘tumbao’ fresco y juvenil y todos caímos en cuenta de que imitaba la conducta de José Heriberto. El otrora ciclón de Anaco, por su parte, expuso la muletilla ¡Qué chimbo! reiteradamente haciendo referencia, sin duda, a mi estupidez. No recuerdo a quién le regalé. Tere, si la memoria no me traiciona, hizo un regalo al olvidado y olvidable Braulio Pérez. Años más tarde, en otro diciembre, en el mismo campo médico, mi tía Solange nos reuniría a todos en un sofá para decirnos que Braulio seguiría siendo nuestro tío, a pesar de la inevitable distancia. Ese tío se acercó a saludar a mi padre, en el mes de enero, el día de su cumpleaños. Eran los días del Yurubí, piso 5, apartamento 52, teléfono 6626686, Santa Mónica. Celia, con su mentón mordido y mirada férrea, nos invitaba a rechazarlo. Nunca más lo vimos, nadie, durante mucho tiempo, supo de él. Ahora dicen que es chavista y que, cómodamente, vive en Maturín o Cumaná. Güicho, recientemente, lo vio en una plaza de Oriente. Compadre, usted si está gordo, relata con gracia el doctor Bastardo que le dijo el agraviado Pérez. Güicho, al reconocerle, respondió: ¡coño, y tú si estás feo!
Tampoco estaría, en una vuelta hipotética a Anaco, nuestro amigo Chuchú Chaparro. Le dije a Puli, en una oportunidad, que me gustaría saludarle en su lugar de reposo. A pesar de la censura tradicionalista me sentiría a gusto colocando al lado de su nombre una lata de cerveza. Sé que él lo agradecería. Hará, por estas fechas, dos o tres años que Chuchú murió. Quizá cuatro o cinco, - allá el tiempo con su impertinencia. Juan Arango le clavaba un gol increíble a Calero en Barranquilla en lo que fue la primera victoria de la vinotinto en tierras colombianas. Minutos después José, mi padre, me contó del accidente. Hablé con Félix minutos más tarde. Fueron días tristes. La dialéctica Chuchú – Puli era increíble. La vulgaridad juglaresca, el chiste implosivo, el lenguaje escatológico y festivo bifurcaba sus significados en aquella dupla. Eran el Romario - Bebeto del escarnio, de la mala lengua. Él solía presentarse con la siguiente fórmula: Yo me llamo Chuchú Chaparro… y el Chaparro te lo empujo. Sólo quién le conoció sabría dar color y tono a esas líneas. Cuando Puli mentía, cosa que hacía con frecuencia, era habitual escuchar la negativa del otro: ¡Puli, Puli, Puli, Puli, Puli, Puli! pronunciada a una velocidad impresionante y, por lo general, acompañada de un gesto de incredulidad. Félix y yo lo vimos por última vez en nuestro último viaje a Anaco, cuando llevamos a César. Chuchú ya era, en parte, un tipo serio. El ordinario noventero había dado paso a una persona mucho más responsable. Sus adjetivos pintorescos, sin embargo, continuaban idénticos en su jerga: Esa vaina estaba hecha pinga, le voy a dar unos coñazos a ese huele verga, qué se ha creído ese mojón de atol o, el inolvidable, ese hijo de puta se cree Arnol Chuerchenegger.
Dada la irresponsabilidad de la escritura, considerando que, en principio, sólo quería escribir un par de líneas, no sé si ahora deba tomarme tiempo para dar forma a este relato. Para montarlo, inevitablemente, necesito memoria. Destapé memoria y la memoria pide la palabra. Tenía, por ejemplo, mucho tiempo sin pensar en Lastenia…
No sé si, alguna vez, podamos regresar a Anaco. La arepera El Principal, supongo, cada día será más peligrosa. No sé si pueda volver al despreciable Toldo azul, lugar favorito de Puli, a tomar una hamburguesa hervida. Desconozco si Pollos Don Juan sigue preparando las otroras delicias de colesterol. No sé si en el boulevard aún se levante Mi vaquita; quién sabe qué venderán en la Discoteca Rincones o qué nuevos servicios, a precios solidarios, se prestarán en El Manguito (¿Aún existe El Manguito?); el club Los Chaguaramos, en manos del chavismo, desapareció, comentó alguien en el matrimonio de Puli. Seguramente, la cancha de bowling de Los Pilones, cercana a la casa de Cococho, fue demolida.
Una horrible discoteca llamada Cocodrilo trae recuerdos aciagos. Los sucesos de Cocodrilo, me comentó una vez Normita, - una de las últimas veces que, verdaderamente, hablamos, en gran medida, motivaron su exilio. Con dos grados de frío apetece tomar la carretera en dirección a La Negra, ¡esta Cachapa está mala!, diría Chayo. Güicho, por su parte, expondría que, más adelante, se alza otro tarantín llamado Rancho Grande. ¡Esta cachapa también está mala!, volvería a decir, incrédula, Chayito. Félix y yo, con gusto, nos lanzaríamos a la búsqueda de un emblemático restaurant chino que, si mal no recuerdo, hacía esquina en una de las tantas esquinas de la avenida Zulia. En ese lugar Güicho, con gesto filántrópico-paternal, dedicó a Puli una hermosa lección que, para el entorno sanchero, se ha convertido en motivo de juerga. ¿Quién sabe si aquella gorda seguirá amasando lumpias en esa taguara? La predicción de Güicho invitó a Puli a la reflexión. Ahora, curiosamente, con 130 kilos, o más, el que se va pareciendo a aquella gorda legendaria es él.
En fin, anaquenses, anaqueros, anaqueños (incluidos los Sánchez de Caracas) comparto con ustedes, ante un conato agudo de guayabo, estos recuerdos de Anaco. Debo, ahora, preparar un trabajo sobre el concepto de cultura en la obra del antropólogo polaco B. Manilowski (Mary, con razón, siempre dijo que me dediqué a estudiar cosas inútiles).
Entre el desorden de discos y películas que, habitualmente, puede verse en la casa de los Bastardo es probable, quién sabe, que todavía se consiga alguna copia, inutilizada por el tiempo, de Travesuras de un lobo quinceañero, Me enamoré de un maniquí o, la favorita de mi hermana y Valle, Novia se alquila.

Saludos,
Eduardo

Madrid, 17 de noviembre de 2007.




Ángela, Georgina y los Bastardo.