domingo, 18 de noviembre de 2007

RECUERDOS DE ANACO por Eduardo

A los Bastardo

El guayabo, expresión coloquial afín a la melancolía, se fija en Anaco. Es habitual, en el exilio voluntario, tropezar con amistades circunstanciales que evocan un pasado, supuestamente común, con dejos de saudade y terrible nostalgia. Los entusiastas de oficio preguntan impertinencias. Caracas, la verdad, no es objeto de añoranza. Su lejanía, por el contrario, tiene carácter analgésico y, a ratos, balsámico. El recuerdo, ligado a la capital, suelta nombres, espacios propios y momentos personales indiferentes a lo urbano. Extraño personas y lugares concretos. A la ciudad como tal, le decía en estos días al Gentleman, no la echo de menos. La ausencia del Ávila me da lo mismo.
Anaco, sin embargo, aparece. El insomnio, tara adolescente que no he logrado superar, atraviesa veredas empolvadas paralelas a la avenida Zulia. La carretera de Oriente, llena de caseríos y peajes abandonados, se cuela en el otoño madrileño mostrando, intermitentemente, los desaparecidos campos de Corpoven. En Anaco no hay nada, diría con razón todo caraqueño medianamente sensato. La gente no va a Anaco, la gente se va de Anaco, podría citar, incluso, José Heriberto Bastardo, primo, amigo y anaqueño de pura cepa. Poco podría rescatar del Anaco físico, de ese pueblo oriental que es igual a todos los pueblos orientales. Anaco es una especie de Cabré sin Ávila, un llano cercado por tuberías de gas, una avenida ancha que, sin anuncio previo, se vuelve carretera.

SONIDOS E IMPRESIONES DE ANACO

La cochina se estrella contra la madera. Un jugador –preferiblemente derrotado, sentado sobre la cava, ha de levantarse para servir la ronda. Insultos, ofensas amistosas e invectivas originalísimas se escuchan en la mesa de truco. Chayo, en medio del escándalo, da volumen al televisor para disfrutar de la ‘comedia’ –nominación ésta que las abuelas asignaban a las telenovelas. Carites, coro-coros y pulpos cumaneses se cuecen entre las manos de Güicho. El olor del asopado pasa, constante y sin furia, entre las ventisqueras artificiales del aire acondicionado. En Anaco, dentro de la casa, hacía mucho frío.
Es el Anaco de los campos petroleros, el Anaco de Corpoven, el Anaco viejo. Vivían los Bastardo en el llamado campo médico. En aquella plaza hicimos infancia. No hay Paracotos, Club Táchira o Bimbolandia que logre, si quiera, aproximarse a aquel Anaco. La familia, entonces, daba para montar dos equipos de béisbol. Aquellas caimaneras se jugaban con pelotas de tirro, con bates de aluminio magullado. Jugábamos detrás de la casa en el terreno montuno que bordaba las residencias asignadas a las familias Urbano y Bastardo. La entrada principal, por acuerdo común, era la puerta trasera. Postes azules, cruzados, formaban bajo una plancha de zinc el vestíbulo y el estacionamiento.
La bicicleta, en la memoria, nace en oriente. Aprendí a montar bicicleta en algún patio de Lecherías, en el antiguo Poblado. José, mi padre, participó en la remoción de las ‘rueditas’; otros personajes, hoy traspapelados de lo ‘nuestro’, como Braulio Pérez y un tal Rafaelito –ya olvidado por muchos, pusieron en práctica exitosas pedagogías del pedaleo y el equilibrio. Anaco, reitero, eran días de bicicleta. El concepto Melrose Place, impuesto por la petrolera, nos permitía recorrer los distintos campos (norte, sur o rojo) sin temor a camioneteros velocistas o salteadores de camino. ¡Una pica!, era la habitual expresión de vuelta, un enorme policía acostado que delimitaba la casa de los Bastardo era el punto de llegada. Era un muro alto, abrupto. Aún conservo cicatrices de los golpes que llevé al perder el control de la bici tras pasar aquel promontorio. Había una mata al fondo, no sé si de mango, que, por lo general, me atajaba.
No sólo gozamos en Anaco de los juegos del campo; nuestra infancia – al menos la mía y la de Félix, fue cruel; disfrutábamos acosar y torturar animales. Muchas lagartijas, conocidas en el pueblo como ‘matos’, fueron atravesadas por balines de flower. En ocasiones, sobre la reja que separaba la casa del complejo deportivo, se posaban pájaros de colores oscuros y cantos parecidos, sólo se diferenciaban por los pelajes y la forma del pico. No hay, por fortuna, aves muertas en mi conciencia. Disparé, es verdad, pero nunca les di. Mi puntería, como la mayoría de mis habilidades deportivas, era –y sigue siendo, lamentable.
Al caer la tarde, luego de la ducha obligada, paseábamos del Betamax al computador Apex de cuatro colores y disco flexible. En Anaco había tres películas: Travesuras de un lobo quinceañero, Novia se alquila y Me enamoré de un maniquí. En Anaco, por primera vez, escuché la expresión ¡Qué raya!, que meses más tarde pasaría a ser muletilla de moda. La dijo Mati Urbano, espigada amiga de mi prima Norma, como reacción espontánea al desenlace pangolo de Novia se alquila. Esta película, por cierto, era protagonizada por un actor insípido que, recientemente, fue resucitado en la serie Grays Anatomy. En la Apex teníamos varias aficiones: Styx, Digger, juegos de invierno, juegos de verano, Platton y Thexder. ¡Vamos a jugar Thexder, que es fino! Sería una expresión jocosa que, entre otras, nos apropiamos con malicia para burlarnos de Puli.

CITIZEN PULI

Puli: (Ver. Bastardo, Luis Paul.
Bastardo, Luis Paul: (m, macho.): 1. Dícese del oriental festivo. 2. Personaje alegre, facineroso, bonachón, vulgar, leal, ordinario, consecuente, cursi, ‘mojonero’, noble, filósofo del desecho y, finalmente, poeta. 3. Compadre, primo y amigo.

Este personaje es esencial para comprender aquel Anaco imberbe. De Puli aprendimos groserías novedosas, referentes lascivos impresionantes, asociaciones ofensivas de una originalidad encomiable. A Puli, además, le sucedían cosas que nuestros padres, didácticamente, usaban como ejemplo para tratar de amedrentarnos. Tienen que bañarse todos los días, no les vaya a pasar lo que le pasó a Puli. Félix y yo, entonces, testigos de primera línea de los efectos del barro seco y las bacterias, con sumo disgusto, aprendimos la eventual necesidad de la ducha.
Con Puli tomamos nuestras primeras cervezas, nuestros primeros whiskys, gracias a Puli pude ver, en Anaco, mi primera película porno, era Behind 4 o 5, - aquel porno ochentero, de estética colorista y alegre que, entre nuevas transgresiones, ha desaparecido. Puli, sin embargo, más allá de su incuestionable vocación de juerga siempre fue un personaje noble. Félix y yo recordamos, ocasionalmente, su llanto espontáneo mientras miraba comerciales de compota. Puli, creo, fue el único de nosotros que desde su adolescencia tuvo clara la vocación hogareña. Puli siempre quiso casarse y tener un hijo, lo demás podía ser accesorio. Hoy, en 2007, Puli está casado y tiene un hijo. Vive en un Anaco que, sospecho, no quiere abandonar y la vida, por fortuna, le trata con deferencia.
Parte del discurso Puli, de la filosofía pulisiana, de la propuesta epistemológica anaqueña, de los debates ontológicos Bastardo-Chaparro, se cimentaron, siempre, sobre un imprescindible elemento: la mierda. A lo largo de la década de los 90, muchos recordarán, hablar de Puli era hablar de mierda. Mis compañeros de la UCV de la Escuela de Filosofía, quienes tuvieron la oportunidad de conocerle, le llamaban el fenomenólogo de la mierda. Fue a partir de este discurso en el que, verdaderamente, Puli mostró su genialidad. Capacidad de observación, precisión escatológica, purismo fisiológico, capacidad descriptiva y otros elementos de análisis hicieron de Puli un notable cronista de la más vilipendiada de las necesidades humanas. De lo particular a lo general, del lugar común a lo inaudito, de lo simple a lo complejo, Puli siempre supo percibir la esencia del excremento. La poceta, y su mecanismo sonoroso, fue también un elemento de reflexión. Exponer los cuentos completos de Puli requeriría varios tomos, introducciones y corolarios. Puli, por demás, acostumbraba cambiar los finales o mudar elementos narrativos en cada exposición. Esto hace que, probablemente, distintas personas conserven en su memoria variadas historias que, en última instancia, son la misma.
La cagada líquida, por ejemplo, es una de las fascinantes construcciones del pensador oriental que podría dar una idea aproximada de su ingenio. Cagué líquido, dijo Puli en una oportunidad, en medio de una reunión caraqueña en la que había muchas personas ajenas a la realidad oriental. Silencio, por supuesto, fue la primera reacción. Puli, sin embargo, reiteró: cagué líquido. Risas entrecortadas, Félix, rompiendo el hielo, le increpaba por acuerdo: ¿y qué, guevón, tenías diarrea? No, responde el otro. Era evidente que, con ansiedad, esperaba la réplica. Cagué líquido como en el basket. El silencio, nuevamente, entre miradas incrédulas y curiosas, responde a la afirmación del filósofo. Y ahí, con el inimitable acento oriental –veloz, atropellado y cantarín, explica: Mira, ve, en el basket, cuando la pelota pasa a través del aro pero no toca sus bordes hablamos de cesta líquida. El punto líquido, diría Pepe Delgado o cualquier otro narrador, es aquel que se logra cuando se cumple esa condición, es decir: la pelota pasa pero no toca el aro. En ese sentido, decía Puli: Tuve una cagada líquida. Sé que cagué, de eso no me cabe duda, sudé, leí la publicidad de Pandora, me sentía livianito y, por demás, hermosa, al fondo, asomando la cabeza, estaba la evidencia, sin embargo, cuando pasé el papel tenía ese culo limpiecito. La mierda, explica Puli ante la expresión absorta de la mayoría, no tocó las paredes del culo. No me ensucié. Fue una cagada líquida.
El excremento permitió a Puli construir distintos discursos. Recordamos estas historias en son de burla y cariño. El Puli actual sería incapaz de describir, con la pureza detallista de antaño, un episodio mórbido de heces y orinas. Puli reflexionó sobre la ubicación estratégica de los tubos para poner la toalla frente a la poceta; el carácter efímero del papel toilette, el aire voluble de las flatulencias, sobre aquello que él describía como mojónes ‘guayaberos’; planteó inquietudes que, incluso, para el más purista, representarían sendos conflictos. Dudas fisiológico-existenciales como: ¿Tú agarras aire y cagas de corrido o pujas-lo picas, pujas-lo picas, pujas-lo picas, pujas-lo picas…? O aquella, irresoluble, ¿Cuándo cagas, meas? Entre otras: ¿Tú votas el papel boca abajo o boca arriba? ¿Al bajar la poceta lo despides o eres de los que te das la espalda? Este, en parte, era el Puli noventero. Así, con la gracia dicharachera, hizo novias, protagonizó fiestas y nos motivaba a esperar, con ansias, las vacaciones de julio para pasarnos, al menos, un par de semanas en Anaco.


Angela, José H, Félix, Eduardo, (Novio y novia: Puli y Georgina)

HISTORIAS Y PERSONAJES

Anaco es una ciudad, no es un pueblo, dicen muchos orientales ofendidos ante la petulancia caraqueña. Diría, sin embargo, a pesar de este progresismo oriental, que el encanto anaqueño se funda, justamente, en su condición de provincia. Mi amigo y tío Güicho, por ejemplo, es el ginecólogo de Anaco. Tal privilegio sería imposible de lograrse en una ciudad mayor. El doctor Bastardo es Anaco, el doctor Bastardo es el Grupo Médico Oriente. Una tertulia con Güicho es, sin duda, un fuerte motivo de nostalgia. Añoro un Cómo está, mijo querido, pronunciado en fracciones de segundo, sólo comprensible para aquellos que le conocemos de años, es una sentencia de bienvenida que, habitualmente, disfrutábamos en vacaciones. Güicho, didácticamente, nos llevaba a la cocina y nos decía: en la nevera hay jamón, queso, leche, pollo, carne, cerveza, atún, ustedes tomen lo que quieran, están en su casa. Luego, ya mudados del campo médico –en otra casa cuya dirección no recuerdo, nos llevaba hasta el bar y nos decía: aquí tienen whisky, ron, vodka, ginebra, tomen lo que quieran. Vale decir que, a despecho de Chayo, cumplimos con su palabra.
Chayo es la abuela. Chayo, en cierta forma, se ha vuelto Celia, Vicente, Marta. Chayo forma parte de una generación que, por leyes ineluctables del tiempo, ha desaparecido. Con Paúl A., el hijo de Puli, Chayo ya es bisabuela. El contraste Chayo - Celia era una juntura fascinante en aquellos días de verano. Eduardito, decía, - el acento de Chayo es único, trasciende la orientalidad, deja de estar hablando mal de Luis Paul. Replicaba con frecuencia. Mira, Eduardito, ven acá, deja de estar insultando a Luis Paul cuando lo ves por la calle. Este insulto, vale acotar, es la manera cariñosa que profesamos al reconocernos. Gritar un Puli coño e’ tu madre o un Eduardo, coñísimo e’tu madre o Félix, mamaguev’a’ al, casualmente, encontrarnos posee significados afectivos tremendos; sólo la complicidad y un ejercicio honesto del concepto ‘familia’ permitirían comprender el contenido de estas invectivas. Chayo, sin embargo, defensora leal del siempre vilipendiado y calumniado Luis Paul, no veía con buenos ojos el que de manera festiva nos mentáramos la madre.
Chayo se hace querer con la originalidad de su temperamento. Tiene un carácter fuerte y, al mismo tiempo, frágil. La novela –o comedia, es un ritual que, necesariamente, en Anaco o Caracas, debe respetarse. Aún en aquellas orgiásticas e impresentables rumbas de cumpleaños que mi primo José Heriberto montaba en el mínimo departamento de Santa Mónica, entre el bullicio, entre los amantes circunstanciales, entre los charcos de caña, Chayo se sentaba a ver la novela. A veces surgían conflictos irresolubles ya que Celia, mi abuela, siempre fue leal a los teledramas de Radio Caracas Televisión y Rosario, por su parte, era fiel a las historias románticas de Venevisión, mexicanas o locales.

Bea, Chayo, Eduardo y Norma

El quesillo de Chayo es una delicia insuperable. Su afición a los diminutivos y apocopados establece, también, una marca ineludible de su personalidad: Joseíto, S(G)olan, Celita, Eduardito, Normita, Vallita, así, irreductiblemente, hasta completar ese árbol genealógico difuso que es la familia Sánchez.

ENCUENTRO Y DISPERSIÓN

La familia, es curioso, se construyó en gran medida en aquel campo petrolero. En la casa Bastardo Villavicencio el apellido Sánchez, ajeno al Oriente, cuajó y dio forma a nuestra generación. Las generaciones, unas sobre las otras, se montan, se sostienen y se diluyen. En ausencia de Celia, estimo, el bloque de hermanos Sánchez – Villavicencio – Bastardo – Pacheco, incluso, Vera – creó un bloque estable. Ellos están ahí, alguno se pierde por semanas, pero, inevitablemente, vuelve. Se juntan, beben y recuerdan. Los mismos chistes de siempre provocan novedosas carcajadas. El pasado es un tema común. Es ameno observarlos. De manera afectiva, sin escándalos, con algún eventual episodio novelado, recuerdan y exponen lo que han hecho con sus vidas. Nosotros los menores, más dispersos, aún tratamos de descifrar qué demonios vamos a hacer con las nuestras. Parte de esa solidez que posee la casa, creo, se construyó en Anaco, en las navidades o en los agostos de Anaco. Cada uno, a su manera, tiene algo que ver con Anaco: El gentleman vomitó en Anaco al lado de un carrito de perrocalientes que se ha convertido en un punto turístico, Francisco Enrique volteó su primera camioneta en Anaco (luego vendrían muchas), Puli perdió, en manos de un uruguayo, su primera mesa internacional de truco en Anaco, -aún debe estar la marca de tiza realizada por el sureño; Cesar fue a su primer burdel en Anaco, Félix vio su primera banda de rodamiento habilitada como muro en las carreteras de Anaco. En el club Los Chaguaramos de Anaco, por primera y única vez, jugué golf.
Ya no sé si esta historia es susceptible de blog, de correo electrónico o, quizás, de papelera de reciclaje. Con un frío de dos grados, de repente, sentí nostalgia de Anaco, de los nombres y los momentos que derivan del pueblo. Falta hablar de mi tía Norma, de Normita, de Pedrito (sólo ahora caigo en cuenta de la esencialidad de los diminutivos en la provincia), de Evelio, Cococho, Calalo; del Club Los Chaguaramos, la 4X24, la Sevillana y todas esas discotecas malas a las que, en plena adolescencia, Puli iba con chaqueta y cargado de perfume mientras que nosotros (Félix y yo) asistíamos con ropa de segunda, con piezas rotas que al volver a Caracas, sin duda, regalaríamos.
Más allá de la imposibilidad espacial no sé si sería posible regresar a ese Anaco. Hoy, por una parte, tendríamos que arrejuntarnos en el Hotel Alce, ese apartamento surrealista diseñado por José y Ángela en su primer semestre de arquitectura. Hay, sin duda, nuevos actores, nuevas voces: Georgina, Bea, Gaby, Patricia (la novia de César); Ángela, desde hace mucho tiempo, es parte esencial del reparto. Surgen, también, las voces de Paul y Ángel. Ninguno de ellos, casualmente, lleva, ni de primero ni de segundo, el apellido Sánchez. Los viejos, seguramente, disfrutarían en su tertulia. Es probable que, incluso, Nelson y Félix Antonio asistan a la velada. La dispersión, intuyo, estaría entre los nuestros, los treinta y veinteañeros, supuestamente jóvenes. Cada uno en su mundo, cada uno en su Madrid, en su Costa Rica, en su Orlando, en su Miami. Pocos podríamos asistir, de hacerse ahora la convocatoria, a una Navidad en Anaco.
Mi hermana, a su manera, siempre ha sugerido que mi memoria será mi perdición y Tere, aún, se sorprende de las inutilidades que, con frecuencia, recuerdo. La historia que aparece ahora se remonta, efectivamente, a una Navidad en el campo médico. Hicimos un intercambio de regalos. Creo, no estoy seguro, que a José, mi padre, en la burda y fascinante tradición de las imitaciones, le tocó dar un regalo a Lastenia. Tomó del piso al Quequé, quién entonces tendría no sé cuantos pocos años (y a quien en esa jornada le obsequiaron un Nino conejo), y simuló sacarle los gases. Francisco Enrique se guindó un bolso al hombro y adoptó una expresión de intensidad, caminó con un ‘tumbao’ fresco y juvenil y todos caímos en cuenta de que imitaba la conducta de José Heriberto. El otrora ciclón de Anaco, por su parte, expuso la muletilla ¡Qué chimbo! reiteradamente haciendo referencia, sin duda, a mi estupidez. No recuerdo a quién le regalé. Tere, si la memoria no me traiciona, hizo un regalo al olvidado y olvidable Braulio Pérez. Años más tarde, en otro diciembre, en el mismo campo médico, mi tía Solange nos reuniría a todos en un sofá para decirnos que Braulio seguiría siendo nuestro tío, a pesar de la inevitable distancia. Ese tío se acercó a saludar a mi padre, en el mes de enero, el día de su cumpleaños. Eran los días del Yurubí, piso 5, apartamento 52, teléfono 6626686, Santa Mónica. Celia, con su mentón mordido y mirada férrea, nos invitaba a rechazarlo. Nunca más lo vimos, nadie, durante mucho tiempo, supo de él. Ahora dicen que es chavista y que, cómodamente, vive en Maturín o Cumaná. Güicho, recientemente, lo vio en una plaza de Oriente. Compadre, usted si está gordo, relata con gracia el doctor Bastardo que le dijo el agraviado Pérez. Güicho, al reconocerle, respondió: ¡coño, y tú si estás feo!
Tampoco estaría, en una vuelta hipotética a Anaco, nuestro amigo Chuchú Chaparro. Le dije a Puli, en una oportunidad, que me gustaría saludarle en su lugar de reposo. A pesar de la censura tradicionalista me sentiría a gusto colocando al lado de su nombre una lata de cerveza. Sé que él lo agradecería. Hará, por estas fechas, dos o tres años que Chuchú murió. Quizá cuatro o cinco, - allá el tiempo con su impertinencia. Juan Arango le clavaba un gol increíble a Calero en Barranquilla en lo que fue la primera victoria de la vinotinto en tierras colombianas. Minutos después José, mi padre, me contó del accidente. Hablé con Félix minutos más tarde. Fueron días tristes. La dialéctica Chuchú – Puli era increíble. La vulgaridad juglaresca, el chiste implosivo, el lenguaje escatológico y festivo bifurcaba sus significados en aquella dupla. Eran el Romario - Bebeto del escarnio, de la mala lengua. Él solía presentarse con la siguiente fórmula: Yo me llamo Chuchú Chaparro… y el Chaparro te lo empujo. Sólo quién le conoció sabría dar color y tono a esas líneas. Cuando Puli mentía, cosa que hacía con frecuencia, era habitual escuchar la negativa del otro: ¡Puli, Puli, Puli, Puli, Puli, Puli! pronunciada a una velocidad impresionante y, por lo general, acompañada de un gesto de incredulidad. Félix y yo lo vimos por última vez en nuestro último viaje a Anaco, cuando llevamos a César. Chuchú ya era, en parte, un tipo serio. El ordinario noventero había dado paso a una persona mucho más responsable. Sus adjetivos pintorescos, sin embargo, continuaban idénticos en su jerga: Esa vaina estaba hecha pinga, le voy a dar unos coñazos a ese huele verga, qué se ha creído ese mojón de atol o, el inolvidable, ese hijo de puta se cree Arnol Chuerchenegger.
Dada la irresponsabilidad de la escritura, considerando que, en principio, sólo quería escribir un par de líneas, no sé si ahora deba tomarme tiempo para dar forma a este relato. Para montarlo, inevitablemente, necesito memoria. Destapé memoria y la memoria pide la palabra. Tenía, por ejemplo, mucho tiempo sin pensar en Lastenia…
No sé si, alguna vez, podamos regresar a Anaco. La arepera El Principal, supongo, cada día será más peligrosa. No sé si pueda volver al despreciable Toldo azul, lugar favorito de Puli, a tomar una hamburguesa hervida. Desconozco si Pollos Don Juan sigue preparando las otroras delicias de colesterol. No sé si en el boulevard aún se levante Mi vaquita; quién sabe qué venderán en la Discoteca Rincones o qué nuevos servicios, a precios solidarios, se prestarán en El Manguito (¿Aún existe El Manguito?); el club Los Chaguaramos, en manos del chavismo, desapareció, comentó alguien en el matrimonio de Puli. Seguramente, la cancha de bowling de Los Pilones, cercana a la casa de Cococho, fue demolida.
Una horrible discoteca llamada Cocodrilo trae recuerdos aciagos. Los sucesos de Cocodrilo, me comentó una vez Normita, - una de las últimas veces que, verdaderamente, hablamos, en gran medida, motivaron su exilio. Con dos grados de frío apetece tomar la carretera en dirección a La Negra, ¡esta Cachapa está mala!, diría Chayo. Güicho, por su parte, expondría que, más adelante, se alza otro tarantín llamado Rancho Grande. ¡Esta cachapa también está mala!, volvería a decir, incrédula, Chayito. Félix y yo, con gusto, nos lanzaríamos a la búsqueda de un emblemático restaurant chino que, si mal no recuerdo, hacía esquina en una de las tantas esquinas de la avenida Zulia. En ese lugar Güicho, con gesto filántrópico-paternal, dedicó a Puli una hermosa lección que, para el entorno sanchero, se ha convertido en motivo de juerga. ¿Quién sabe si aquella gorda seguirá amasando lumpias en esa taguara? La predicción de Güicho invitó a Puli a la reflexión. Ahora, curiosamente, con 130 kilos, o más, el que se va pareciendo a aquella gorda legendaria es él.
En fin, anaquenses, anaqueros, anaqueños (incluidos los Sánchez de Caracas) comparto con ustedes, ante un conato agudo de guayabo, estos recuerdos de Anaco. Debo, ahora, preparar un trabajo sobre el concepto de cultura en la obra del antropólogo polaco B. Manilowski (Mary, con razón, siempre dijo que me dediqué a estudiar cosas inútiles).
Entre el desorden de discos y películas que, habitualmente, puede verse en la casa de los Bastardo es probable, quién sabe, que todavía se consiga alguna copia, inutilizada por el tiempo, de Travesuras de un lobo quinceañero, Me enamoré de un maniquí o, la favorita de mi hermana y Valle, Novia se alquila.

Saludos,
Eduardo

Madrid, 17 de noviembre de 2007.




Ángela, Georgina y los Bastardo.

4 comentarios:

Ceci E. dijo...

¡Qué buen chop suey, Sánchez!

Anónimo dijo...

Cuánto tiempo tardan los españoles en poner internet??????????? Están peores que los ingleses!!! Dioxxx
Andre.

Eduardo Arévalo dijo...

Q' tal tocayo. Muy buenas receñas q' anelan recuerdos. Aaahh... Vivo en Anaco.

Ely dijo...

Eduardo, me he reído y llorado con los cuentos de mi compradre Puli,llegué a este blog por pura casualidad y como lo agradezco :D

Saludos desde Chile,
Ely