jueves, 30 de agosto de 2007

EL DISCRETO ENCANTO DEL CAPITALISMO



Nuestra guía de viaje habla de una zona milanesa que, para los entendidos y desentendidos, es conocida como el cuadrilatero de oro. Es, aparentemente, una de las zonas comerciales más sofisticadas y selectas de Europa. Los conceptos de moda y diseño se construyen desde este conjunto de calles donde se dan cita los nombres más ‘impresionantes’ para el consumista actual.
El impacto capitalista, con encanto y desencanto, inicia su presentación en la llamada galería Vittorio Emmanuel, una estructura fascinante, emblema de Milán, que, por lo que puede leerse, fue destruida en la Segunda Guerra Mundial. En este pasaje Zing milanés emergen las primeras tiendas: Louis Vuitton, Prada, Dolce & Gabbana. Los precios, risibles en su mayoría, nos echaban en cara nuestra condición de ‘pela bolas’. Para furia de Bea grupos de japoneses e hindúes, omnipresentes, salían cargados de bolsas de estos recintos.



El cuadrilatero, sin embargo, arranca, verdaderamente, un poco más allá. Hay que atravesar la vía Alejandro Manzoni para, finalmente, cruzar a la derecha en el legendario Teatro della Scala. A pesar de que, recientemente, tuve la oportunidad de leer Los novios, no recuerdo ningún episodio milanés en el que Fermo, protagonista de la gloria manzoniana, tropezase con un elogio al consumo y al accesorio inútil como aquel en el que ha devenido esta prestigiosa calle. Manzoni, sin duda, se sentiría contrariado. El mismo Verdi, de la mano de la Strepponi, se preguntaría a quién demonios pertenecen esos nombres de tiendas que rodean las aceras del teatro.
Así, en ese trance, continúan las fachadas: Mont Blanc, Calvin Klein, Gucci, Armani Kids, Armani Casa, Armani Books, Armani Casual, Emporio Armani. Zara, gloria del consumo caraqueño, parece que para los milaneses es una especie de Tijerazo ya que queda bien retirada de esta zona, incluso aislada, rodeada de asequibles trattorias. También, extrañamente, tropezamos con la tienda de ropa de la Mercedes Benz.
Absorto, diciéndole a Bea que en un par de años, cuando tenga plata, le compraré los accesorios de su preferencia, no tuve más remedio que tropicalizar el famoso cuadrilatero. En esa fabulación di con locales inéditos que, seguramente, ningún empresario lombardo se ha planteado establecer: Il Palachio dil blummero, por ejemplo, sería una cadena exitosa en esta costosa ciudad. Il fortine, sería otra alternativa. La lontana y la categoría de Il Montecristo también, sin duda, tendrían cabida en el prestigioso circuito. Carmelo el peluquero, por su parte, no tendría competencia.
Nuestro periplo comercial terminó en el llamado Emporio Armani. Bea, acá, alucinó. A pesar de mi desdén por la moda y todo lo relativo por este ‘discurso’ debo reconocer que este sitio, verdaderamente, choca contra cualquier concepto comercial que conocemos en América. Esto era un BECO aristócrata. Cuatro pisos de todo tipo de producto, cuatro pisos repletos de todo tipo de mercancía, de ropa, de libros, de objetos de casa. Bea se encaprichó con un juego de cuarto. Le dije que, de vender la novela, el año que viene podía venir un momentico a Milán para realizar la compra y pedir, además, que la embalen para el exterior.
En fin, una salida totalmente ‘clasista’, llamativa, triste, aburrida y entretenida, valiosa e inútil.
Debo citar, en caso de duda, que si estas impresiones incitan al lector a reconocer algún tipo de crítica al capitalismo, se rechace, inmediatamente, tal tentativa. Junto a mi buen amigo Adolfo Calero y mi alter ego Lautaro Sanz, me reconozco, sin complejos, como un individuo ultraconservador, católico y pro occidental. Reconozco, con Buñuel, que existe un discreto encanto en esto del capitalismo.

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