miércoles, 22 de agosto de 2007

Las cuatro estaciones


Mal tiempo. Lluvia helada, de brisa culpable. La Serenísima, según, desapareció luego de una cuestionada negociación entre Napoleón y la corona Austro-Húngara. Corría el año 1797, aproximadamente. Ugo Foscolo, con pesar, lamenta ese momento en sus Últimas cartas de Jacopo Ortis. Recordaba estas referencias ayer en el Ateneo de San Basso cuando, luego de recorrer la ciudad bajo una tormenta estival, entramos a disfrutar de un concierto de cámara en el que se interpretaban las estaciones de Antonio Vivaldi.
El ateneo de San Basso era una antigua basílica, arquitectura clásica, maciza. Una cita latina informaba que la bóveda, antiguamente, formaba parte del conjunto religioso que integraba el gran templo de San Marcos. En tiempos de la intervención napoleónica el edificio se vendió. La Primavera, luego de un par de piezas introductorias, hizo su entrada con natural prepotencia. El primer violín fue excelente: Un rubio alto, altivo, seguro y virtuoso. Las cuatro estaciones integran una serie de eventos musicales que, este año –por razones que desconozco, celebran un homenaje a Vivaldi. La interpretación es excelente ¿Qué pudo estar sintiendo, padeciendo o sufriendo un individuo para escribir algo cómo eso? La fuerza del Verano, la resignación otoñal y la tristeza de invierno son escrituras que dignifican a esta humanidad que, en ocasiones, desprecio. Disfrutamos el concierto. Afuera explotaba el cielo y nubes invisibles escupían llovizna. Sensaciones múltiples acompañaron los arreglos de cuerda. Hace más de dos meses que había comprado las entradas por Internet. Fue una buena noche.
Encontramos, cerca de la plaza de San Marcos, una pizzería de precios razonables. Nuestro italiano, aún, deja mucho qué desear. Anduvimos por callejones preciosos, sin bullicio. La tormenta y la noche alejaron a los turistas. A la distancia, luego de cruzar un canal picado de marea, apareció el famoso puente de los suspiros. Imaginé a Casanova, asumiendo la derrota, cruzar esa estructura en tiempos imposibles, en episodios para los que sólo la imaginación, a duras penas, logra acceder.
Le he dicho a Bea que escriba algo pero, en su permanente cruzada contra sí misma, se ha mantenido al margen. En una hora y media, aproximadamente, visitaremos el Palacio Ducal. Tintoretto, Tiziano y otros ‘mochos’ serán los encargados de vapulear, en esta ocasión, la tolerancia de nuestra sensibilidad. Es tarde, debemos bajar a desayunar. El invierno de Vivaldi, a pesar de que el día es radiante, suena, en arreglos de cuerda, en un I-pod invisible.
Cuándo haya tiempo continuará la COMIDA CHINA.
Mi maleta, por cierto, apareció. Bea aún espera por su ropa.

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